domingo, 25 de julio de 2010

Radio Cosas. Octava Edición: Atención Medellín, ¡nos están invadiendo!



Vienen estas damas (porque son unas damas: jamás dicen groserías, jamás abren las piernas. Dios las vigila) de a una o en manaditas de a cuatro integrantes, lideradas por la de mayor rango que generalmente tiene el traje más cuquita, mejor planchado, mejor almidonado. Más recta, cuadriculada y erguida que el resto de las tres acompañantes. Se movilizan en mini-vans de puerta corrediza en las que van a paseos dentro y fuera del área metropolitana. Llevan mercado, una o dos guitarras, ollas y ropa en bolsas marcadas. Se les ve en el parque de las aguas leyendo libros y vigilando muchachitos, se les ve en el jardín botánico caminando con parsimonia. Yo he tenido el horror de encontrármelas hasta en la sopa.

El otro día a las 2:30pm durante el break de almuerzo en mi lugar de trabajo, me encontraba muy feliz degustando las delicias que Pluma Blanca preparó para los comensales. Yo estaba en la parte inicial: comiéndome, con una cuchara de agarraderita cuadrada, una sopita de verduras sumamente reconfortante, cuando de repente sentí algo raro en la boca. Paré de masticar, me metí la mano a la boca, en busca de un huesito, o una espina, o un palito de madera que –pensé- probablemente se le callera al chef dentro de la olla. Descomunal y mayor fue mi sorpresa cuando de mi boca saqué una monja masticada. Me la saqué de la boca con despacio, y cuidando de no irla lastimar la puse sobre la mesa y vi como se sentaba asustada sobre mi servilleta. La encerré en un vaso de cristal como a una mosca, y ella, asustada, corría hacia un afuera que el vidrio del vaso no la dejaba alcanzar. Desde ese mismo afuera al que ella quería llegar, yo le hablaba con tranquilidad. Le dije: Monja, siéntese, cálmese. Le voy a decir un par de cosas.

Empecé por decirle lo molesto que me resultaba ver a las monjas siempre con cara post-orgasmo sabiendo que, en teoría, ellas no debían conocer de qué se trataba este maravilloso fenómeno físico. Le manifesté lo terrible que era para mí ver a las monjas en todo contexto, en todo momento y lugar, en toda circunstancia. Le expliqué que de un tiempo para acá, no he hecho sino ver monjas en todas partes. Le conté de esa vez que iba con mi papá en el carro y había un trancón enorme y durante el eterno trayecto tuve que lidiar con una van repleta de monjas cantando canciones de dios al son de una guitarra mal sonada por la monja más gorda que venía atrás. Le comenté de la variedad de monjas que he visto durante los últimos dos meses: le mencioné las amargadas a las que la gente les cede los puestos en los buses, las sonrientes que se creen amigas de todo el mundo, las rechonchas que van acaloradas y de afán por las calles, las visajosas que rezan el rosario camándula en mano, las monjas negras, las chiquitas, las viejas y otro grupito de jóvenes que aún no se definen y andan de la mano de monjas, con falda gris, camisa blanca y un crucifijo del tamaño de Medellín.Yo iba subiendo el tono cada vez que recordaba el sinnúmero de ocasiones en que me he encontrado monjas vagando por la calle, pero más lo subía al ver como la monja esta asentía sonriente a medida que yo me emputaba más.

Luego, no resistí y le solté todo mi trauma. Le dije como aún hoy no supero que por una hijueputa monja frígida, cuadriculada, de ojos azules, boca pálida, bozo rubio y acento español, yo no me haya graduado del colegio con mis compañeritas entrañadas, en una celebración que implicaba el primer gran triunfo de una serie de triunfos que comenzarían con ese día sublime en que triunfante, subiría al estrado a recibir mi diploma de bachiller, a restregarle a la de inglés, a la de sociales, al de física y a ella, más que a nadie a ella, Madre Magdalena, que mis fechorías y vagancia no superaban mi intelecto y que con todo y tooodos los 5 años de lidia, lograba ese día desfilar por la pasarela de los diplomas.

Después, tomé agüita, (ya el almuerzo se me había enfriado después de toda esta retahíla) conté hasta diez y le dije: Lo que más me indigna, es que usted sin más descaro, haya tenido la osadía de aparecerse en mi sopa. La monja me miró confundida, evidentemente no sabía cómo había llegado allí. Yo le dije que siendo la vida injusta como es, que teniendo que haber pagado yo por la negligencia de una colega suya y necesitando yo, más que nada en ese momento de euforia, una simple venganza la iba a quemar con una lupa con los rayos del sol, para que viera la luz y así lo hice. Faltaba más.

domingo, 4 de julio de 2010

Después de dar muchas vueltas, creo que paso siempre por el mismo punto.

Ya pasé por este edificio. Lo sé porque la primera vez que pasé noté las rejas rojas de la ventana del primer piso, que resaltan sobre las rejas negras del resto de pisos y pensé que no es normal que una reja sea de un color y el resto de rejas, sean de otro. Pensé entonces que ese no debía ser un apartamento sino que debía ser la recepción, o la oficina del administrador, o una salita para que las visitas esperaran sentadas a que el inquilino o inquilina al cual visitaban, vía citófono, avisara al portero que podían seguir.

La segunda vez que pasé vi un gato asomado por la ventana que en esta ocasión estaba abierta y noté que detrás de la reja roja había una cortina de flores que ondeaba con el viento y dejaba ver hacia adentro donde había muebles de sala con un estampado extraño que no alcancé a distinguir desde afuera. Un estampado de cualquier patrón diminuto, bien pudo ser de flores o pajaritos. Yo creo que era de flores, pensado así para que saliera con las cortinas. Sobre el sillón de estampado de patrón de flores o pajaritos, había un cuadro grande de un paisaje holandés, al parecer. Era un afiche enmarcado de esos que venden en semáforos, o en aceras del centro, sin duda. Definitivamente no era una pintura real.

Después de siete o doce vueltas, construí la casa entera. Tenía cuatro habitaciones temáticas, una cocina integral con papel de colgadura traído directamente desde cualquier país que marque tendencia en diseño de interiores, había un patio en el que se secaba ropa de diseñador comprada por internet, dos baños con tina, uno de ellos con un espejo de bordes de bombillos y el otro con un espejo en el techo. También al entrar a la casa, justo al frente había un espejo que da la sensación de doblar el espacio, haciendo que la casa se vea más grande. Me gusta esta casa y quisiera vivir aquí.

Pero después de treinta vueltas y de haber metido a una azafata sonámbula, a un estudiante danés que vino a aprender español y a una divorciada con su gata, creo que tal vez no sería buena idea vivir en la habitación que está vacía y que ofrecen en alquiler en un letrerito de letras rojas que cuelga de una pitica directamente de una baranda de la reja roja. No, yo no viviría en esa casa. No después de saber que María, la azafata sonámbula, en la noche del primer jueves de cada mes se levanta dormida y desocupa la nevera dejando sin provisiones al resto de inquilinos. Le gusta tirarlo todo por el sanitario y al otro día siempre hay que llamar al plomero y luego hay que ir a mercar. Lo que en los primeros dos meses de su llegada a Colombia, emputaba enormemente a Asger, el danés, que directamente desde Dinamarca, había traído provisión suficiente de pastelitos de hierba fina para seis meses, preparados por su mamá Cecilie, empacados al vacío por su papá Emil, con una técnica de conservación de alimentos inventada y patentada por su tío Lars Von Trier, Spueck, Spitch, o el que fuera, que permitía que la comida perdurara fresca durante meses enteros. Realmente hubo grandes problemas esos dos primeros jueves. Ya para el tercero Asger fue inteligente y guardó en la caja fuerte de la sala las veintitrés bolsitas de pastelitos de hierba fina que sobrevivieron a los episodios sonámbulos de María y que permanecieron encerrados durante tres semanas luego de que él conociera los buñuelos de La 33 y olvidara la clave de la caja. Tres semanas después cuando la gata de Miriam la divorciada llevara tres semanas desaparecida, Asger quiso comer un pastelito y recordó que la clave estaba escrita en la parte de atrás de su pasaporte, dichoso y hambriento abrió la caja, encontrando a la gata de Miriam, pero no a los pastelitos.

Para la vuelta número sesenta y tres, la casa estaba regida por la energía del aterrador ser que salió aquella tarde de la caja fuerte. La gata de Miriam, conocida cariñosamente como Bolita, por su carita redonda, era ahora una criatura esquelética, huesuda y aterradora que había logrado sobrevivir al encierro de tres semanas sin sol y agua teniendo como único sustento veintitrés bolsitas de pastelitos daneses de hierba fina. Bolita dominaba las mentes de María, Asger y la pobre Miriam, que si bien tenía ciertos privilegios, corría con la peor parte de las labores, era a ella y no a otra a quien le trocaba preparar veintitrés bolsitas de pastelitos daneses cada tres semanas para alimentar a Bolita que ahora tenía el tamaño y la forma de una persona adulta promedio, conservaba su monstruosa y decrépita cara felina y los obligaba a actos impúdicos como tragar pelo, defecar en cajas de arena y andar con sonajeros colgando del cuello.

En la vuelta ciento treinta y cinco, los inquilinos descubren que el tío de Asgner utilizó material radioactivo en la fabricación de las bolsas y los conservantes de alimentos. En la vuelta doscientos veinte Miriam muere por toxoplasmosis. En la vuelta doscientos veintiuno yo ya no quiero pensar más en esa casa. Temo por mí, temo que me vean desde adentro. Quiero saber cómo no pasar más por aquí. Después de la vuelta trescientos ochenta y seis, decido entrar y preguntar por el anuncio en que ofrecen una habitación que está disponible.

Un hombre negro, grandote, abre la puerta me saluda sonriente, me invita a pasar. En la sala está Anita, una señora con cara de abuela que me saluda sonriente y tiene una gata en las piernas, en una habitación está Ike una joven inmigrante alemana que me saluda sonriente. La habitación disponible es perfecta, tiene vista al mar, piso de ajedrez, un baño con espejos en el techo, un cuadro con un paisaje danés, no holandés, y creo que pasaré la noche acá.